“En nuestros cuerpos habitan múltiples identidades – trabajadoras, indígenas, afrodescendientes, mestizas, lesbianas, pobres, pobladoras, inmigrantes… – Todas nos contienen, todas nos oprimen. Lo que nos aglutina no es una identidad, si no un cuerpo político, una memoria de agravios. La subordinación común ha sido marcada en nuestros cuerpos, esa marca imborrable nos constriñe a un lugar específico de la vida social. No somos mujeres por elección, mujer es el nombre de un cuerpo ultrajado, forjado bajo el fuego. Mujer es el lugar específico al que nos ha condenado el patriarcado y todos los otros sistemas de opresión.” (Declaración feminista autónoma; 2009)
Este artículo tiene dos objetivos principales, el primero, exponer la manera en que se ha trabajado el concepto de mujer o mujeres desde los distintos feminismos, de acuerdo con las críticas y aportes de algunas autoras, y, finalmente, hacer una reflexión de la manera como la idea de mujer ha dejado marca en el contexto colombiano y ha afectado nuestra realidad. Así pues, en primera instancia, el trabajo mostrará una visión teórica de cada una de las autoras elegidas, y el segundo apartado, hablará desde una perspectiva más individual a partir de la experiencia que nos ofrece ser mujer.
El Concepto ‘mujer’
Uno de los puntos de tensión entre las diferentes corrientes feministas es el uso y descripción del concepto ‘mujer(es)’, siendo una discusión teórica que abre campo a diversos debates, como también enuncia la posición política que enmarca a una u otra corriente. Durante este artículo plantearemos un mapa de cómo se ha usado el concepto de ‘mujer’ desde diferentes miradas, los debates a estos usos y las propuestas que han nacido de estos diálogos y encuentros.
Es importante observar que el uso de la categoría ‘mujer’ ha tomado fuerza, tanto en el campo político, como en el campo público de la sociedad. En primera medida, el concepto fue trabajado por las feministas liberales y posteriormente por las feministas culturales y radicales. Desde estos movimientos feministas el concepto ‘mujer’ o ‘mujeres’ no es concebido inicialmente a partir de las consideraciones biológicas o culturales-biológicas que distinguen hombres de mujeres, sin embargo, muchas terminaron cayendo en esencialismos.
Muchas de estas corrientes basaron sus afirmaciones en que las mujeres son entendidas como los sujetos que nacen con genitales ‘femeninos’ (vulva), mientras que los hombres nacen con pene; entonces es esta base biológica la que diferencia hombre de mujer, dando características a la mujer. Por un lado, un grupo de estas feministas considera que las características femeninas (delicadeza, fragilidad, etc.) vienen intrínsecas a la naturaleza femenina, la mujer nace con ellas; pero por otro lado, se considera que es la cultura la que da ciertas características de género al cuerpo sexuado, como plantea Victoria Sendón de León (2000) quien afirma que no existe una esencia de mujer, sino que esta siempre ha sido definida por el orden simbólico a través de la historia, es decir, por la cultura.
De acuerdo con lo anterior, estas feministas culturales y radicales plantean que ‘la mujer’ es el sujeto sexuado con genitales ‘femeninos’ y que responde a ciertas características (femeninas) de género impuestas por la ‘naturaleza o por la ‘cultura’. Posteriores corrientes feministas cuestionaron aquellas visiones tachándolas de esencialistas y de naturalizar la idea de mujer, ya que “muchas feministas y lesbianas más radicales caen en la tentación de creer que finalmente, en el fondo, nuestra situación descansa sobre una base biológica: la famosa “diferencia de los sexos”, la capacidad que algunas tenemos de embarazarnos y parir las siguientes generaciones.” (Curiel & Falquet, 2005; 1). Lo anterior contuvo una paradoja que generaba y legitimaba oposiciones particulares de la lógica occidental, como lo son hombre/mujer, naturaleza/cultura y femenino/masculino, entre otras.
Asimismo, los movimientos feministas posteriores plantearon que esta categoría se enfocaba en la experiencia de las mujeres blancas de la burguesía, que ignoraban completamente, cualquier otro tipo de experiencia de lo femenino, de las llamadas mujeres y subjetividad subalternas. Esta nueva visión, planteó que incluso, la formación del concepto ‘mujer’, en singular, se apoyaba en la represión de muchas mujeres racializadas y trabajadoras. Simultáneamente, posteriores corrientes feministas reprocharon este planteamiento que fragmentaba la movilización y experiencia social, dado que, la búsqueda de luchas contra la opresión no se basa únicamente en la “lucha de sexos”, sino que hay grupos que han sido dominados históricamente y que deben permanecer unidos, como son las experiencias de los chicanos, los negros y los obreros.
Una de las primeras críticas fue hecha por las feministas marxistas en los años 70. Estas pensadoras plantearon que los movimientos feministas habían olvidado leer la dominación de la mujer como un cruce de dos opresiones fundamentales: la de género y la de clase, siendo la última la que se empeñaron en visibilizar. Para el feminismo marxista, más específicamente el materialista francés, el concepto mujer es re-significado, ya que ‘mujer’ sería el/la individu@ sujeto a opresión y dominación independientemente de las consideraciones biológicas; en otras palabras, las mujeres son entendidas como clase social, así como los hombres, y no como un grupo natural o biológico, lo que lleva a que no se les atribuya una “esencia específica –o- identidad que defender y no se definen por la cultura, la tradición, la ideología, ni por las hormonas —sino que simple y sencillamente, por una relación social, material, concreta e histórica” (Curiel & Falquet, 2005; 8), que es definida por el sistema de producción, el trabajo y la explotación de una clase por otra, por medio de las relaciones de sexaje. Esto lleva a que, para las materialistas francesas, el fin de la opresión sea el fin de las clases de las mujeres y los varones, en donde las mujeres desaparezcan como clase creada por y para la explotación del trabajo.
El feminismo popular en México, que dialogó con el marxismo, también replanteó los conceptos de lo femenino y ‘la mujer’, ya que su proceso político y de lucha:
“implicó deconstruir una identidad de género, empezar a cuestionar una arraigada forma de ser mujer, a definir otra imagen de sí mismas y a transformar el concepto tradicional de lo femenino. La participación social de las mujeres populares obligó a muchos núcleos familiares a redefinir los lugares y funciones de sus miembros, compartiendo con más equidad el trabajo doméstico y la vida pública, aunque en otros casos, obligó a las mujeres a asumir dobles o triples jornadas de trabajo: la doméstica, la salarial y la política.” (Espinosa, 2011)
Lo anterior muestra la doble lucha, de género y de clase, que los movimientos feministas con un pie en el marxismo dieron. Por un lado, mantenían una consciencia de clase y búsqueda de reivindicar la misma, mientras que, por el otro, su búsqueda también era re-significar el papel de la mujer al interior de su clase. Aun así, las feministas marxistas, especialmente las materialistas, fueron criticadas por los movimientos feministas posteriores por omitir casi totalmente el tema del racismo en sus análisis. Estas feministas, así como los otros feminismos blancos, fueron señaladas negativamente, al reproducir opresiones raciales e ignorar que muchas “mujeres” eran también víctimas de este tipo de dominación. Adicionalmente, como explica Haraway:
“Las mujeres blancas, incluidas las feministas socialistas, descubrieron —es decir, fueron forzadas gritando y pataleando a darse cuenta— la «no-inocencia» de la categoría «mujer». Esta conciencia transforma la geografía de todas las categorías anteriores; las desnaturaliza de igual manera que el calor desnaturaliza una frágil proteína.” (Haraway, Citado en: Sandoval, 2004; 98)
Por lo tanto, esta mirada se enfoca en mostrar como la categoría ‘mujer’ está cargada de diversos significados que han reproducido hegemonías, siendo los distintos movimientos feministas, muchas veces, los vehículos que han canalizado y dado poder a la opresión.
Esta reflexión, que expone los diálogos teóricos y propuestas políticas de feminismo, muestra que el problema no es definir identidades de las mujeres, sino hacer visible las opresiones y dominaciones en su forma más compleja. Teniendo en cuenta las categorías de raza, género, sexo y clase para evidenciar como grupos de sujetos están en condiciones de opresión, como también un pensamiento situado, que hable de experiencias concretas, y no de teorías que se quedan en el aire.
Por lo anterior, las propuestas de feministas chicanas, lesbianas y negras son valiosas, porque conciben formas de ser y estar dentro de los esquemas y mundos hegemónicos. Por ejemplo, el trabajo de Anzaldúa permite repensar las formas de conciencia, pues muestra cómo ser mujer implica estar atravesada por opresiones de dos mundos como el americano y el mexicano, pero así mismo, propone la consciencia mestiza, una consciencia que re-significa los valores que han sido impuestos y, para agregar, re-plantea el respeto de la mestiza y al no ser sometidas al pensamiento machista o el castigo de la traidora. En otras palabras, “este movimiento reinventa figuras que han sido consideradas traidoras a la comunidad como es la llorona.” (Cacheux, 2003) y por lo tanto busca re-categorizar la categoría de mujer mestiza como algo positivo, no negativo, y en pro de la reivindicación.
El feminismo negro norteamericano busca hacer evidente cómo las opresiones y dominaciones de las mujeres negras no están limitadas al género, sino también a las opresiones de clase y de raza, siendo lo que la Colectiva Rivel Combahhe (1988) propone como la concatenación de todos los sistemas de opresión. De esta manera, este movimiento feminista criticó la forma como la categoría ‘mujer/es’ esconde relaciones en tanto a la pretensión de lo universal, ya que construye a la mujer blanca burguesa y la “feminidad” dada por occidente como la ideal, ignorando otras experiencias históricas de las mujeres, como la esclavitud o el trabajo.
Es importante incluir en este artículo las puestas políticas del feminismo lésbico, como la que proponen Curiel y Falquet, que expresan la búsqueda otras de reivindicaciones. Estas posturas critican los esencialismos, a los que se hicieron referencia con anterioridad, ya que “definiendo el ser mujer (o lesbiana) como una ”identidad” que habría que “descubrir” o “afirmar”, nos perdemos en la búsqueda de revalorización de “lo femenino” o de la “diversidad” como algo positivo que nos podría sacar del impase al que el sistema (hetero)patriarcal, racista y clasista, nos ha llevado” (Curiel & Falquet, 2005; 1). Por otro lado, Monique Wittig (2006), muestra cómo la categoría ‘mujer’ se encuentra intrínseca en un discurso heterosexual que construye relaciones de opresión hombre-mujer, que siguen marcados en una relación naturalizada que es “la relación obligatoria social entre el «hombre» y la «mujer».” (Wittig, 2004; 51), lo que lleva a esta pensadora a afirmar que:
“no puede ya haber mujeres, ni hombres, sino en tanto clases y en tanto categorías de pensamiento y de lenguaje: deben desaparecer políticamente, económicamente, ideológicamente. Si nosotros, las lesbianas y gays, continuamos diciéndonos, concibiéndonos como mujeres, como hombres, contribuimos al mantenimiento de la heterosexualidad (Wittig, 2004; 54).
Por consiguiente, el concepto de mujer y la clase de sexo debe desaparecer, ya que nace del discurso heterosexual. Siendo clave re-categorizar estos conceptos que parten de la opresión e invisibilización. Ahora bien, a la pregunta: ¿qué es ser mujer? Esta autora afirma que “«la-mujer» no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales. Las lesbianas no son mujeres.” (Wittig, 2004; 57). Las lesbianas, según Wittig, no son mujeres en ningún sentido, ni en lo económico, político e ideológico. Por lo que, similar a las materialistas francesas, Wittig afirma que ser mujer es una categoría que evidencia una relación social específica que somete a opresión y que debe ser re-conceptualizada.
Otra autora que da un análisis interesante, y que nos permite cuestionarnos sobre la naturalización de las categorías ‘hombre’ y ‘mujer’, es María Lugones quien muestra cçomo el sistema colonial impuso una organización particular del sexo y del género: el dimorfismo sexual entre hombres y mujeres blanc@s, causando opresión hacia distintos sujet@ a partir de unos parámetros raciales, sexuales y materiales. En palabras de la autora:
“La naturalización de las diferencias sexuales es otro producto del uso moderno de la ciencia que Quijano subraya para el caso de la «raza». Es importante notar que la gente intersexual no es corregida ni normalizada por todas las diferentes tradiciones. Por eso, como lo hacemos con otras suposiciones, es importante preguntarse de qué forma el diformismo sexual sirvió, y sirve, a la explotación/dominación capitalista global eurocentrada.” (Lugones, 2008, p.85-86)
Con lo anterior, Lugones muestra como este sistema de dominación introdujo diferencias de género donde antes no las había, y no exclusivamente diferencias raciales. Mostrando el trabajo de Oyéronké Oyewùmi (1997) vemos cómo en muchas comunidades indígenas no había la misma división de género que hay en la sociedad contemporánea, en donde las mujeres son definidas en relación con los hombres (la norma), y al introducirse esta diferencia se generó violencia de género. Adicionalmente, Michael J. Horswell (2003) explica que algunas de estas poblaciones tenían, lo que se ha denominado, un ‘tercer género’, lo cual no significa que existan literalmente tres géneros, sino que, se trata más bien, de una manera de desprenderse de la bipolaridad del sexo y el género. El «tercero» es emblemático de otras posibles combinaciones aparte de la dimórfica” (Lugones, 2008, p.91)
Yuderkys Espinosa (2012) muestra como la crítica al concepto universal de mujer en la política sexual autónoma se queda estancado en cuanto a propuestas, debido a que:
“aunque todas las autonomías feministas y lesbianas feministas han seguido y se han identificado con las voces minoritarias y subalternas que desde mediados de los setenta desarrollaron la crítica contundente al sujeto mujer universal entonado y caracterizado por las hegemonías blanco-burguesas-hetero de las prácticas y la teoría feminista, no existe unanimidad respecto de los marcos de interpretación de esta crítica y menos aun, en sus repercusiones y traducción a la política feminista.” (Yuderkys, 2012; 14)
Para finalizar, en base a este breve trazo de la manera cómo los feminismos han construido, propuesto o de-construido la categoría ‘mujer’ o ‘mujeres’, podemos observar una fragmentación y crítica constante. Estas discusiones nos dejan la clara sensación de que la pregunta: ¿qué es ser mujer? ó ¿qué significa lo femenino? Solo implica caer, una y otra vez, en la búsqueda de discursos hegemónicos y totalizadores que, como esboza Anzaldúa, confinan a l@s sujet@s en “roles rígidamente definidos”(Anzaldúa, 2004; 74). En esta medida es valido el cuestionamiento que hace Donna Haraway al hacer énfasis en que:
“no hay otro momento en la historia en que hubiese más necesidad de unidad política para afrontar con eficacia las denominaciones de raza, género, sexo y clase”, y que “la dolorosa fragmentación existente entre las feministas en todos los aspectos posibles, ha convertido el concepto de mujer en algo esquivo, en una excusa para la matriz de dominación de las mujeres entre ellas mismas (Haraway, 2005)” (Espinosa, 2011).”
Por todo lo anterior, propuestas como ‘la conciencia mestiza’ de Anzaldúa, ‘la conciencia Cyborg’ de Haraway (aunque sea difícil situarla en individuos concretos) ó ‘la lesbiana’ de Wittig, plantean diferentes modos de enfrentar las matrices de dominación, modos que nacen de las mismas relaciones de poder, y que, en la mayoría de los casos, se sitúan en la experiencia. Esto nos hace preguntarnos si es pertinente categorizarnos con una identidad fija, ó si de alguna manera, debemos buscar un espacio de encuentros, conciencias y subjetividades móviles llenas de matices, es decir, un “lugar para los diferentes sujetos sociales” (Sandoval, 2004; 98) como plantea Sandoval.
Además de lo anterior, es importante tener en cuenta que ‘las mujeres’ como categoría política siguen teniendo una gran importancia, dado que son la forma actual de combatir el sexismo y el patriarcado. Por lo tanto ‘mujer’ y ‘mujeres’ sigue siendo una categoría útil, y no dejará de serlo hasta que se den transformaciones radicales del sistema de género heteronormativo, capitalista y patriarcal.
Reflexiones finales
“Anti Penélope:
1.Una vez roto el mito de Penélope, desataré la luna y zarparé el alba entre los dedos, a construir un nuevo país, sin matrimonios, sin esperas, donde la soledad no duela. II. He cambiado la espera… por búsqueda de mar.” Guisela López
Llegamos a pensar que ser mujer, es sentirse mujer. Es una experiencia que desde que naces, o incluso antes, te imponen. En muchos casos no le dan, a una u otra, la oportunidad de ser y habitar el mundo. El color rosa, los moñitos y las muñecas están en nuestro cuarto mucho antes de que veas el mundo con tus propios ojos. Todas estas prácticas las justifican en una supuesta ‘naturaleza’ de los sexos, una supuesta forma universal de ser niña y mujer. Cuando llegas al mundo, y vas creciendo, te hacen sentir delicada y quebradiza como una porcelana, esta imposición de fragilidad y necesidad de protección solamente cubre formas de dominación que nos hacen posesión de un ‘macho’. Esa vulnerabilidad legitimaba que otros opinen acerca de nuestra vida y nuestros gustos, les da el espacio para juzgar e imponer sus deseos sobre nuestro cuerpo y sobre nosotras; más aún, los deseos de los otros se convierten nuestros deseos. Pero, ¿cómo desaprender el deseo de lo impuesto?, ¿cómo escoger qué desear?, ¿cómo crear nuevos deseos y desde dónde?
La etiqueta de ‘mujer’ nos ha debilitado, y nos ha convertido en sujetos que se encuentran atados al poder de otro; esta categoría, dentro de contextos familiares y sociales muy cercanos, quitan poder a las mujeres y empoderan con él mismo a los demás, sobre todo a los que tienen un rol de hombres. La autoridad masculina se ha presentado de manera poco evidente como si no existiera.
El promedio de las familias colombianas, marca la estadística con fuerza, pues nos muestra miles de familias compuestas por una madre cabeza de familia, muchas familias con una madre y con un padre lejano, que generan la sensación de ausencia de un rol de poder concreto. Razón por la cual el rol de mujer fuerte persigue constantemente a muchas niñas y mujeres, lo cual hace que todo el mundo asuma que a estas mujeres no les haya afectado el machismo y la desigualdad de género. Sin embargo, la heteronormatividad cruza todos los espacios su crianza, pues siempre queda la sensación de necesitar la aprobación de un hombre como figura de autoridad.
Siempre, como dice Oyéronké Oyewùmi (1997), hemos caído en la trampa de definirnos en relación con el otro. Pero ¿cómo podemos empezar a definirnos desde nosotros mismos? Creo que esa es una tarea que intentan hacer los feminismos, no en la búsqueda de una identidad esencialista, pero si en la búsqueda de la libertad y la autonomía, de un nuevo camino ¿cómo abrir ese nuevo camino?
Este es el momento en el que la reflexión empieza a generarme una conciencia individual, a través de mis experiencias de vida, y como autora de este artículo. Hasta hace muy poco me di cuenta que crecí y viví con la sombra de un otro, que aparentemente me completaba, y que le daba sentido a mi existencia, ese otro de poder masculino y autoridad legitimada, ese sentido de existencia que no es propio, sino impuesto. Hoy creo firmemente como persona atravesada por todas las coyunturas que hacen parte de mi vida, luego de toda una investigación teórica, que la expresión ‘castrante’ es machista, pues ese significado, a pesar de su referencia fálica, logra ejemplificar lo que se ha hecho con las experiencias femeninas, invalidantes y silenciadoras, que han buscado debilitar y desposeer de sus habilidades autónomas e independientes a todas las mujeres; esto reproduce la dependencia al sistema de poder patriarcal y paternalista.
También, bajo la categoría mujer se me han impuesto numerosas cargas, claramente he sido afortunada en comparación de otr@s compañer@s que enfrentan el yugo del sistema. Me ha quedado muy claro que no es lo mismo ser una mujer en Bogotá que una mujer en las zonas rurales. He estado en un espacio que me ha brindado educación y oportunidades, así mismo me ha enseñado a seguir determinados caminos, y valerme por mi misma. Siento que la dependencia que me han enseñado ha sido más de índole emocional que económico, como también político. Las feministas marxistas y de color logran dar una perspectiva más amplia en las opresiones, logran hacerlas personas y caras, más allá, las feministas chicanas y lésbicas logran hacer sentimientos y emociones de las opresiones; trascienden las reflexiones teóricas que me brindan autoras europeas y norteamericanas y las vuelven experiencias vividas y encarnadas. En esta medida, siento que me uno a las voces que rechazan la opresión, me siento parte de quienes se expresan sin miedo, y en contravía de lo establecido, y entiendo que nos quedan por identificar muchas otras que debemos visibilizar.
Para concluir, pienso que la lucha la debemos todos y todas, no importa si somos mujeres u hombres, no importa nuestra clase, nuestra raza ni nuestro lugar en el mundo. Conseguir equidad de género jamás será una tarea fácil, pero tampoco puede ser una guerra de géneros; es por esto que la pregunta: ¿qué significa ser mujer? Puede llegar a ser irrelevante si no tiene como único objetivo reivindicar y exponer nuevas formas de generar relaciones culturales de poder.
Autora: Camila Páez Bernal, Directora General CIDEEM. Mayo 2018.
Bibliogafía
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